28-6-08, sábado
Después de desayunar quedamos con el responsable de Angalia. Nos da nuestros nuevos billetes y nos pide que le llamemos desde el aeopuerto para que sepa que todo está bien. Es nuestro último día completo aquí y no nos faltan ganas de volver. Nos acercamos al Museo de Bellas Artes que está justo al lado de nuestro hotel. Nos encanta. Disfrutamos muchísimo con la pintura y con las colecciones de grabados y de dibujos. Siempre estoy muy a gusto en los museos. Casi independientemente de su contenido. Y más si fuera, en la calle, hacer un calor de mis demonios o mucho frío o llueve. He tenido la suerte de visitar muchos ya pero no recuerdo todos con el mismo amor. Por distintos motivos sí que recuerdo casi con un escalofrío la Galería de los Uffizi en Florencia; el Leopold Museum en Viena; el D´Orsay en París; la Neue National Gallery en Berlín; el Museo Arqueológico Nacional en Nápoles y el Thyssen en Madrid; el Museo de Artes Turcas e Islámicas de Estambul; el Museo Nacional de Arte de Cataluña; la Galeria Borghese en Roma... El Museo Nacional de Bellas Artes de La Habana es ya otro de mis favoritos. Porque tiene espacios maravillosos, porque su tamaño es manejable y porque el contraste entre su interior diáfano, silencioso, fresco y ordenado, con el exterior achicarrante, caótico y ruidoso, hace de él en un pequeño paraíso. Soy muy feliz en los museos, quizá hubiera hecho bien en hacerme un máster en Museología, como Pablo Casares, y así trabajaría pensando en esos espacios, en ordenar todos esos falsos cadáveres, en construir esos luminosos templos paganos. Allí estaban todos: Wilfredo Lam, Portocarrero, el maravilloso Fidelio Ponce (Niños, una de sus pinturas más conocidas, acompaña estas líneas), Carlos Enríquez, Eduardo Abela, la inquietante Antonia Eiriz... Nos tomamos una cervecita bien fría en su patio antes de salir. A los dos nos encanta. Volvemos al hotel y subimos al restaurante del piso 9 a mirar y a echar unas fotos de la ciudad desde arriba. Locura total. Nos vamos porque la señora de la limpieza nos advierte con la mirada de que no es hora de que estemos allí. Caminamos hacia el centro con la intención de ver el Centro de Arte Contemporáneo Wilfredo Lam. Está cerrado por reforma, pero tiene abierta la tienda. Enrique se compra un recopilatorio de Benny Moré que se quedó con las ganas de pillar en Cienfuegos. Después entramos en el Taller Experimental de Gráfica que hay justo al lado. Hay una exposición de grabados, chicos trabajando (algunos muy guapos) y se venden originales. Pillamos un par de ellos muy bonitos. Y un taxi para que nos lleve al Castillo del Morro. Es la primera vez que cogemos un taxi con taxímetro en todo el viaje y nos damos cuenta de que hemos sido unos pringados. El taxista nos da conversación. Subimos a lo alto de la muralla pero no entramos dentro. En los alrededores hay un mercadillo y aprovecho para comprar un millón de collares de semillas. Son muy bonitos y es prácticamente lo único que se puede comprar aquí para regalar a las chicas. La vista de La Habana es alucinante. El día está brumoso y a ratos parece un espejismo. El taxi nos deja en el centro y nos acercamos a otro mercadillo a comprar los regalitos de rigor (imanes de nevera, instrumentos para los sobris...). Queremos comprar otra caja de puros (unos cohibas robustos que nos ha encargado Francis). Es fácil porque todo el mundo nos ofrece. Enrique entra en una librería de la Plaza de Armas. Yo me quedo fuera apurando un cigarro y un litro de agua casi de un trago y un tipo se acerca a ofrecerme puros. Le pregunto que de cuáles tiene. Es la primera oportunidad que tengo de negociar algo en el viaje. Como aquí la mayoría de las veces, allí siempre se dirigen al hombre cuando hablan. Me dice que de todo un poco. Le pregunto por los cohibas robustos y por el precio. Me cuadra. Entro a buscar a Enrique y nos vamos detrás del negro a una casa que está en una callejilla de la Habana Vieja. Es un palacete precioso hecho un desastre. Se supone que tiene dos alturas como el edificio de enfrente de la piscina del hotel. Pero cuando entramos al piso al que vamos nos damos cuenta de que no. Apenas tiene dos metros de alto, el suelo y el techo están totalmente desnivelados y se ve una escalerilla de caracol al fondo. En que entramos a la casa, empieza a salir gente de todas las habitaciones (una señora de mediana edad, dos niños, un chaval joven y dos perrillos pequeños). El jefe es un mulato flaco que está sentado en un sofá al lado de un saco de rafia gigante. Tiene las piernas más largas que he visto en mucho tiempo. Tiene mucha encía o poco labio, no sé, y enseña los dientes aunque no sonría, lo que da un poco a engaño (como aquel perrillo malencarado de Trinidad). Empieza a sacar del saco todo tipo de cajas de puros. Le pedimos los cohibas robustos. Le decimos que sólo queremos esos y porque nos los han encargado. Nos dice un precio más alto que el que nos había dicho el negro que hace de gancho. Le decimos que o a ese precio o nada. Medio discute con el negro y nos lo deja al precio pactado. Después de ese momento medio tenso, hablamos todos un rato. Los niños y los perrillos nos miran. El chaval joven que ha salido de una habitación nos ofrece maría y polvo blanco. Le decimos que no estamos para líos. Que el caloraco este ya coloca un rato largo. Lo que nos faltaba para anularnos como personas es emporrarnos con un 90% de humedad ambiental y 33 grados. Me acuerdo de ese estudio que leí en la Introducción a la Antropología General de Marvin Harris y que afirmaba que los jamaicanos trabajaban mejor fumados que sin fumar. Los estadounidenses no. En ese sentido tenemos más que ver con ellos que con los jamaicanos. No depedimos y nos vamos. Sólo nos quedan pillar las monedas para el padre de Enrique y algo bonito y que haga ruido y que no se rompa para Hugo. Por fin podemos comer en ese chino al que le habíamos echado el ojo. Son más lentos que ni sé, pero la comida mola. Allí lo italiano sabe a cubano; lo español y lo árabe también, pero el chino sabe a chino. Está bien cambiar de sabores. Vamos a descansar un poquito al hotel. Poco, una hora y media o así, y echamos a andar de nuevo. Andamos el malecón entero. Es sábado tarde, y está más animado que de costumbre (si cabe). Queremos callejear un poco por el Vedado. Andamos buscando un restaurante que nos han recomendado Eduardo y Lara. Se llama el Hurón Azul. También andamos buscando el centro socio-cultural de la UNEAC, que curiosamente también se llama el Hurón Aul, así que nos vemos en una inédita y seguramente irrepetible: localizar dos hurones azules en la Habana. Preguntamos primero por el restaurante y toda la gente con la que hablamos nos lo desaconseja (que si es caro, que si no merece la pena, que si yo concozco un paladar mucho mejor...). No hacemos caso. Lo localizamos (el día que buscábamos el Hotel Nacional pasamos justo al lado sin verlo) y pedimos mesa. Segimos andando. Vemos Coppelia y la cola tan enorme que hay nos produce sonrojo (más que la cola en sí, todos hemos hecho colas infames en la administración pública, que la cola sea sólo para los cubanos). No comemos ningún helado. Nosotros somos más de cerveza fría. Un joven nos engancha y se ofrece a compañarnos al Hurón Azul de la UNEAC. El chaval es majo. Nos va enseñando las embajadas, explicándolos los carteles propagandísticos del régimen (algunos sólo dan cifras hirientes, así que poca explicación tienen, pero otros, los más retóricos, sí que ganan a veces con cierta traducción). Parece otra ciudad. Hay mansiones preciosas, por supuesto con un mantenimiento muy deficiente (exceptuando las que acogen embajadas y centros de estudios extranjeros), con su jardincito y su coche de los 50 aparcado, arboledas, espacios verdes... Tiene mucho encanto. Llegamos a destino. Gente mayor y arreglada espera a que lo abran para coger buen sitio. Hoy hay concierto de una banda de boleros muy popular allí. Enrique va con pantalones cortos y le dicen que así no va a poder entrar. Muy amablemente, eso sí. Nos vamos. Decidimos que no vamos a ir al hotel a que se cambie, que ya entraremos otra vez que vengamos. Desandamos el camino entre mansiones desconchadas de colores pastel. Pasamos por las discotecas donde se diverten los mascachapas cubanos de hasta 17 o así. Se pillan sus ciegos como cuando yo era más joven e iba al Yo qué sé o al Área 7 (discotecas chuscas de Logroño, por si tengo algún lector de fuera) y se enciscan, hay peleas, y se morrean y se meten mano y vomitan por la calle. El ambiente me resulta familiar. Pillamos un par de latas de cerveza y nos paramos un poco a cotillear. Nos despedimos del joven que nos ha acompañado y le damos un peso. Le ofrecemos también cerveza pero no quiere. Casi es hora de cenar. De camino al restaurante nos paran para pedirnos fuego. Acabamos dando fuego y varios cigarrillos camel. Así es casi siempre aquí. A cambio, nos han dado un rato de conversación. No está mal. Ellos pensaran que son ellos quienes salen ganando, pero yo no lo tengo tan claro. A Enrique y a mí comentar algunos de los chascarrilos que nos cuentan nos hace pasar un buen rato. Por fin logramos llegar al paladar. No hay ventanas y el aire acondicionado está a tope, pero el sitio está decorado con bastante buen gusto. Tiene un botellero con riojas y cosas así. La dueña es muy rara. Mucho. Nos da una tarjetita con los datos del sitio, le damos la vuelta y vemos que pone "si alguien les dice que el Hurón Azul está cerrado no le crean, siempre estamos abiertos". En la mesa hay un bol con un montón de frutas tropicales. Le meto al mango y a la piña, que están buenísimos. Nos da la carta. Flipamos. Venimos de una austeridad gastronómica bastante importante y todo nos parece una maravilla. Hay pan de verdad y no bollo de ese medio dulce que llevamos quince días comiendo. Pedimos aguacate relleno de cangrejo, ropa vieja y otro plato que no recuerdo cómo se llamaba de lomo ahumado con frutas tropicales. Comemos hasta petar. Las raciones son enormes. Va entrando gente. El sitio se llena y se ve que es así todos los días. La dueña es extrañísima. En la mesa de detrás se sienta un señor con acento gallego. Le doy la espalda pero Enrique lo ve. Pide sólo un plato. La señora le insiste en que pida más, pero se ve que él ya ha estado aquí y ya sabe cómo se las gastan. Al final logra pedir sólo un plato de pescado y la dueña se aleja con el morro torcido. Comemos y bebemos. Estamos guay, pero acabamos y nos vamos pitando. El sitio es una bajera sin ventanas pero todo el rato hay gente llamando a la puerta. La señora sale, a veces se le oye gritar y entra enfandada; otras entra sonriente (con una sonrisa más falsa que un eusko de popeye) y acompañando a clientes a sus mesitas. Al pagar me regalan una rosa roja. Salimos andando y la abandono en el capó de un coche que está en una gasolinera. Pienso que a alguien le hará más labor que a mí. Enfilamos el malecón. El ambiente es el de una especie de macrobotellón español pero más silencioso y escuchando y oliendo el mar. Poca luz y mucho besuqueo. Pedro Juan Gutiérrez habla muchas veces en sus libros de gente follando ahí en medio y de gente pajeándose mirando a los que follan encima de las piedras. Supongo que será a otras horas. Nos vamos asomando por las calles de Habana Centro. Están oscurísimas. Nos volvemos locos con la idea de una Habana en la que de repente aterriza la heroína. Sería una pesadilla. Al ánimo evasionista cubano le cuadraría la sensación, supongo, y el impacto en un sitio como este que visualmente, sobre todo de noche, acojona, a pesar de que hay un poli en cada esquina de lo sitios por los que pasamos los turistas, sería terrible. Nos imaginamos todos los recodos, las ruinas, la oscuridad, las callejuelas, los agujeros de las paredes llenos de yonquis y se nos ponen los pelos de punta. Hasta donde sabemos, hay muchas drogas que no han llegado a Cuba. No saben la suerte que tienen. Un señor que parece un poco desesperado nos para pidiéndonos un medicamento muy concreto, no recuerdo cuál. Le decimos que no tenemos de eso y le hablamos del tío de Ivana, de la misión en la que curra, de que igual puede ir allí. Nos dice que de eso los franciscanos no tienen tampoco y nos pide que, cuando lleguemos a nuestra ciudad, vayamos a alguna ong para hacérselo llegar. Suena descabellado pero no es imposible, pero él mismo se desanima, se va negando con la cabeza, nos deja con la palabra en la boca. Nos deja un poco tristes. El ambiente está bien. Lo suyo sería ir a un badulaque, comprar unas cervezas bien frías y sentarnos a no hacer nada, a mirar y a escuchar romper las olas Pero no tenemos ánimo. Ha sido un día muy largo y mañana toca preparar las maletas y marchar.
4 comentarios:
Memoriona!
Un minipunto a que hizo trampas y tomó notas.
Pero vamos, que no importa un bledo.
que no...
que es así ella, memoriona, estaba yo delante!
Me da mucha pena que este viaje se esté acabando...¡cuántos recuerdos! Vete pensando en otras cosas que contarnos, que me encanta.
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