24-6-08, martes
Me levanto con una resaca importante. En el desayuno soy incapaz de comer nada. Me bebo como puedo medio café con leche y un vaso pequeño de yogur líquido con mucha azúcar. Mi estómago está fatal en las dos direcciones posibles y tengo que conducir unas 5 horas para llegar a La Habana. Al final el viaje está bien y el tramo de carretera es el mejor de todo el trayecto. Al poco de salir de Cienfuegos un policía nos para. Pienso que no es posible que sea para multarnos porque soy la conductora más lenta de toda la isla. Efectivamente, lo que quiere es que le llevemos hasta la capital. Luego cogemos a dos campesinos. El más joven se queja todo el rato de todo y rubrica cada dardo con un ¿veldá gualdia? que nos hace reír a los 5 todo el camino. El más mayor no habla. De hecho la gente mayor a la que vamos conociendo habla bastante menos que la joven (salvo Miguel, el señor de Camagüey que nos dijo que éramos jóvenes y europeos y pensábamos que lo sabíamos todo). Nos dice que la próxima vez que vengamos tenemos que ir a Varadero porque es lo más bonito de Cuba. Le preguntamos si es más bonito que Cienfuegos y nos dice que no conoce ninguno de los dos sitios. Nos explica que la gente que ofrece billetes en la carretera no es para venderlos (ellos dos nos los ofrecían) como nos contó la zumbada de Yanijari el primer día, sino para pagar a quienes les lleven en el coche. Flipamos porque hemos estado esquivando a todos los que nos ofrecían billetes. Enrique hace fotos a camiones cargados de plátanos machos. Por fin vemos algo parecido a una estación de servicio. El viaje se nos pasa volando y en menos de 4 horas entramos en La Habana. El policía y el señor mayor se apean en la periferia. El señor que se queja nos acompaña hasta el centro. La primera impresión es brutal. De primeras, y más si eres medio miope y has pasado mala noche, parece una ciudad hecha de escombros. Cuando te fijas la cosa cambia, pero intentando conducir dignamente en una ciudad de calles estrechas y llena de gente, uno no tiene posibilidad de fijarse. Por fin llegamos al hotel (a 5 manzanas del lugar en el que se apea el último pasajero). En recepción nos dan un zumo de sandía (allí se llama melón), nos enseñan nuestra habitación ("la del amor" nos dice el chico que nos ayuda con las maletas) y nos explican dónde está la terminal de cruceros (que es donde tenemos que dejar el coche). Lo desaparcamos y vamos a ello. Salimos en dirección contraria, recorremos todo el malecón y pasamos por delante de la tribuna antiimperialista pero no nos enteramos de nada. Dejamos el coche. Pido a Enrique que me haga una foto al lado. Respiro aliviada. La terminal está justo enfrente de la Plaza de San Francisco. Es bonita, piedra desnuda, casas de colores y algunas de las cafeterías y restaurantes más caros de la ciudad. Yo necesito comer algo suave y a ser posible italiano porque tengo el cuerpo hecho un desastre y la comida italiana es mi trapiñe oficial de las resacas. Peregrinamos buscando un sitio y acabamos discutiendo y comiendo fatal en un garito con camareros bastante desagradables. Necesitamos descansar. Siesta. Salimos a pasear ya casi de noche (no sé si he contado que allí anochece a las 20:30 más o menos). Andamos La Habana Vieja: Plaza de Armas, Plaza Vieja, Plaza de la Catedral... Es lo que está restaurado. Muy bonito pero no muy impresionante. Casi podría ser cualquier ciudad. No abusan del alumbrado y el ambiente es muy agradable. Nos bebemos el inevitable (y no especialmente bueno) mojito de la Bodeguita del Medio. Enrique se tiene que tomar casi todo el mío porque sigo teniendo el cuerpo del revés. Cenamos en un balcón al lado de la catedral. La comida más cara que haremos en todo el viaje y aún así, al cambio, salimos a 55 euros los dos incluidas las seis cervezas que tomamos en total. Hablamos de la boda, nos acordamos de nuestas familias, de los amigos... También un poco de todas las cosas que tenemos pendientes: arreglar el trastero, el Agosto Clandestino, comprar una tele pequeña para la habitación, las lámparas del salón... En la guía señalan algunas zonas como poco recomendables para el turista. Hacemos caso. Lo cierto es que en cuanto te sales de las pocas calles que están arregladas te asustas: callejones a oscuras llenos de socavones, de casas a punto de caer, de perros sin dueño, de gente bebiendo y gritando... . No obstante, la sensación que provoca no es tanto de miedo como de pudor. Salimos junto a la bahía y cogemos un taxi para que nos recorra el malecón. Es un coche particular. Un hijo y su padre que nos van contando casi la historia de cada edificio. Vemos a la gente besuqueándose, la tribuna antiimperialista, el hotel Nacional y volvemos. Nos dejan en la puerta del hotel y el padre se baja y nos abraza para despedirnos. Queremos dormir. Cuando entramos, un grupo está tocando en el patio andaluz del hotel. Nuestra habitación da a ese patio y estamos hasta ya un poco hasta el gorro de las congas. Menos mal que el concierto acaba a las once. Enrique se duerme enseguida y yo me quedo viendo 300 en el canal mexicano. Está toda doblada con acento del lugar excepto la voz de Jerjes, que es la misma que en la versión doblada para España.
25-6-08, miércoles
Nos levantamos pronto. Desayunamos. Quedamos con el delegado de Angalia (el tour operador que nos vigila allí). Un tipo muy serio que nos ofrece muchas excursiones todas carísimas. Dice que siete días en La Habana son muchos, que nos movamos. Le decimos que ya veremos lo que hacemos. Quedamos con el tío franciscano de Ivana para darle un paquete con medicinas. Mientras esperamos en el hall, compramos un Granma a un señor mayor que se asoma por una ventana. Se me olvidó contar que ayer hablamos con la compañera de Pedro Juan Gutiérrez y que nos dijo que estaba en México y que volvería el último de mes. Habíamos quedado con él en verle y entrevistarle para unacopacon.com, pero Enrique me dice que cree recordar que no concretó fechas. En fin. Mi gozo en un pozo. El tío franciscano de Ivana es un fiera. Nos cuenta muchísimas cosas muy interesantes. Yo cada diez minutos me tengo que ir corriendo al baño. Tiro de Fortasec y de cerveza mañanera y podemos salir a pasear. Andamos el paseo del Prado, vemos el Capitolio, el Parque Central y el Teatro de La Habana que es precioso; también la fábrica de tabacos Partagás, el Barrio Chino... Queremos llegar hasta la casa natal de José Martí. La vemos y también la estación de ferrocarril y un agropecuario del que sale un olor terrible. Nos dan el palo. Todas las mañanas en La Habana nos dan el palo. Y a medida que avanza el día vamos espabilando. Dos mañanas comprando leche carísima para niños y otras dos tomando (y pagando) copas que no nos apetecen con gente con la que no nos apetece mucho tomárnoslas. No tenemos mucho problema en dar pesos, bolígrafos, jabones, cigarrillos, mecheros o en invitar a un trago a quien sea. Entendemos desde el primer día que la cosa funciona así. También vemos que en todas las ciudades que visitamos al segundo día ya conocemos a casi todos los que van a intentar sacarnos algo y que el porcenaje que representan es muy muy pequeño. Deducimos de hecho que la inmensa mayoría de los cubanos no viven de sacar pasta a los turistas. Pero bueno, mientras sean amables, mientras te indiquen una calle, mientras te expliquen algo... todo va bien, se da lo que sea y ya está. Tú eliges más o menos. El problema es cuando te hacen encerronas medio feas. Comemos en una pizzería muy buena en La Habana Vieja. Curioseamos los puestos de libros de la Plaza Vieja. Algo cae, aunque aquí ya se paga en pesos convertibles y no salen tan bien de precio. Pillamos un cocotaxi y vamos a ver el Callejón de Hammel. Es una callecilla de unos 200 metros llena de murales con imaginería religiosa africana que pintó un tal Salvador González después de tener una serie de visiones. Hay un solar con una bañera pintada de colores y unas cabritas pastando. Varios días a la semana hay actuaciones y espectáculos varios y el callejón se pone hasta la bandera pero cuando vamos nostros, sin actuaciones, a las cuatro de la tarde y a punto de empezar a llover, no hay ni dios. Unos diez chavalillos medio en pelotas empiezan a salir de los portales y a pedirnos caramelos y pesos poniendo cara de mucha pena. Nos agobiamos y nos vamos. Estamos en Habana Centro y todo es un desastre. Callejeamos un poco. No hago fotos por pudor. Yo no soy reportera de nada, no tengo una acreditación ni un sueldo ni una misión que justifique que eche fotos morbosas a una casa sin pared; ni a un anciano con muletas asomado a la ventana del quinto piso de una casa destrozada ni a ninguna cosa parecida a esas. No. Andando llegamos al Hotel Nacional. Al lado está el Focsa, creo que el edificio más alto de La Habana. 39 pisos de hormigón de 1956 que rehabilitaron en el 2000 después de que un hombre se matara al romperse el cable del ascensor y de que los pisos superiores se llenaran de nidos de buitres. El hotel es monumento nacional. Es impresionante. En la trasera tiene un jardín enorme que da al mar. Nos sentamos en los porches en un sofá mientras truena y le pedimos a los músicos que nos toquen el Chan chan de Compay. Estamos como reyes con nuestras copichuelas. Truena y relampaguea y el cielo está oscurísimo pero no arranca a llover. Miro el mar mucho tiempo seguido. Decidimos movernos. Pillamos otro cocotaxi y le pedimos que nos lleve a la Plaza de la Revolución. Es acojonantemente grande y el mural del Che y su Hasta la victoria siempre mola mucho (cuantísimas veces ese "siempre" es muerte, destierro o la soledad más absoluta). Luego vamos al cementerio, pero está cerrado y no podemos entrar. Volvemos al Sevilla. De camino vemos parte del Vedado y parece otra ciudad. En el cocotaxi, por el malecón, vamos tragando humo negro. Subimos a descansar un rato. Me dan un poco de miedo los ascensores cubanos. En el hotel de Santiago nos quedamos un rato colgados en el piso 15. En realidad no me dan miedo los ascensores en sí, sino la pachorra total de los cubanos que nos vamos encontrando. Esa calma está bien mientras esperas a que te saquen la comida tomándote una cerveza fría, pero no lo está mientras esperas a que te rescaten de un ascensor que se ha colgado. Salimos y vamos al Floridita a tomarnos un daiquirí. Es pequeño y cuesta 6 pesos pero está riquísimo. Cenamos en un restaurante árabe. Los músicos son muy buenos y dan mucha comida por poco dinero. Me ponen muy triste los músicos cubanos y no sé muy bien por qué. El calor y un no sé qué que me tiene a punto de llorar todo el rato me han hecho perder el apetito. Nos tomamos una cerveza casera en la Plaza Vieja y paseamos parte del malecón antes de ir a dormir. De camino nos cruzamos a los primeros perros de presa que vemos en la isla y nos reímos un rato largo después de ver una barquita amarrada que se llama "sobaco".
2 comentarios:
Uff. Vaya memoria... No me acuerdo ni de la mitad de cosas que tú.
Besines.
Estupenda crónica carmela. No me pierdo ni un numero del "folletin" cubano ;-)
Saludos y besos pa ambos dos.
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