sábado, 16 de agosto de 2008

cuba!


27-6-08, viernes

Queremos ir al Capitolio. Desayunamos sin mucha emoción: huevos duros, yogur, zumo de mango, pan, café, mantequilla y una especie de sanjacobos de salami. De todos los azucareros salen hormigas. Vamos subiendo el Prado y el Parque Central. Leo la carta del menú especial mediterráneo del NH y se me hace la boca agua (gazpacho, calamares, atún). El Capitolio es muy bonito. Es sede de un ministerio y palacio de congresos. Vamos paseando por los salones (se está fresquito). Entro al servicio y la mujer que los cuida me lava ella misma las manos y me las seca. Un fantasma vive en uno de los salones y se deja ver todas las noches. No lo vemos porque es de día, nos dicen. Dentro hay también una especie de mercadillo de artesanía. Nos ponemos a pensar en los regalos que tenemos que llevar. Salimos y nos acercamos a la fábrica de tabacos Partagás que está justo al lado. Pasamos de entrar. Nos metemos por la calle Neptuno en Centro Habana. Nos dan el peor palo del viaje, 14 cucs (se supone que iban a ser 6) en leche en polvo para una niña. Mientras Enrique, la madre y la niña están en la tienda (y la madre le dice a Enrique que hable alto para que la dueña vea que no es cubano), yo me quedo afuera con el padre. En una calle perpendicular, no recuerdo si Industria o Consulado, hay una aglomeración de gente, se oyen gritos. Yo no alcanzo a ver nada pero nos explican que un policía le ha abierto la cabeza a un cubano. Enrique sale de la tienda con la madre y la niña, que tiene una quemadura bastante grande en la frente. Trae mala cara. Los padres le dicen a la niña que nos de un beso a cada uno. Nos vuelven a contar que asimila mal el hierro por la quemadura y que tenemos cara de buenos. Que los españoles somos los mejores turistas y personas que llegamos a la isla. Nos vamos cabreados de allí. Andamos un poco por Centro Habana. Es una locura. La gran mayoría de los edificios son maravillosos. Hechos mierda pero maravillosos. Pensamos que si restauraran la parte histórica de La Habana entera, incluyendo las mansiones antiguas con jardín del Vedado, sería una ciudad alucinante, comparable a Venecia, Viena o Estambul. Pocas ciudades de las que hemos visitado conservan tantos edificios fantásticos, desiguales e imaginativos. Me recuerda a Nápoles un poco, pero más por la decandencia que comparten en algunas zonas que porque sean realemente parecidas. Aunque es a Palermo a la que apodan "pequeña Habana". Pensamos también que si restauraran todo tendrían que tener mucho cuidado. La Habana Vieja, en su parte restaurada, está llena de amarillos pollo, azules intensos, verdes hoja y rosas un poco feos. La Habana restaurada, por su carácter, tendría que ser color pastel, rosas palo, azules deslavados, grises pálidos, piedra clara y color crema... Colores dulces, muy suaves. Habría que desterrar los colores puros, los cálidos y los excesivamente luminosos y así se lograría que esta ciudad abrasadora pudiera ser a la vez eso y tristona como es ahora. Tristona a no poder más. Tristonas las calles y los edificios y la música y las tiendas para comprar apenas sin suministro y las bolsitas medio vacías que llevan lo cubanos. Tristones los periódicos y los canales de televisión. Tristones hasta los contenedores, siempre medio vacíos también, y los bares y los paneles explicativos de los museos. O tristona nuestra forma de mirar, vete a saber. De vez en cuando nos sorprendemos tarareando el yo soy así, yo soy habanero de Athanai. Volvemos a Habana Vieja, que después de andar por Centro Habana parece de mentira, para comer. Nos apetece ir a un chino que tenemos fichado desde el primer día, pero hoy no da comidas porque tienen cortada el agua. Acabamos en un sitio de comida española. Enrique hoy lleva puesta la camiseta de Camarón que le regalaron sus hermanos por su cumple y cuando entramos al restaurante los músicos, que están ensayando con sus guitarras españolas, paran de tocar. Comemos chorizo, queso, gambas rebozadas, ensalada con tomate... Después entramos a ver una maqueta de La Habana alucinante que se curró un hombre que, por lo que se ve, andaba bien de tiempo. Cuando todo está en orden, tiene luz, música y movimiento, pero hoy no hay ni agua ni corriente. Aún así nos gusta mucho. Luego vamos a ver el Museo de la Ciudad, en la Plaza de Armas. El contenido no está muy allá pero el edificio es precioso. Hay pavos reales dentro y, como es costumbre, los guías te persiguen aunque les digas que no hace falta que te expliquen nada, gracias. Cuando salimos hace un calor criminal. A las 17 horas hemos quedado con la compañera de Pedro Juan. Hacemos tiempo tomando dos cervezas en dos sitios distintos. El último frente al malecón y justo al lado de la casa de Pedro Juan que, efectivamente, parece que vive donde cuenta en sus libros. Acompaño a Enrique hasta el portal en la calle San Rafael, la paralela al malecón, pero no me atrevo a subir. El portal es muy oscuro, las escaleras estrechísimas y el ascensor ni lo abrimos. Me da miedo. No puedo dejar de imaginarme pitbulls sin bozal saliendo de los pisos y yo desmayándome directamente en los rellanos. Enrique sube (hasta el último piso, el séptimo) y yo me quedo en la calle. No sé por qué me da una medio llorera. Se me escurren un par de lagrimones mientras me fustigo mentalmente por mi cobardía. Salgo otra vez al malecón. Un señor mayor me mira queriendo saber. Me sonríe. Me muero de vergüenza. Cuando se me pasa el berrinche vuelvo al bar en el que habíamos estado. Me pido otra cerveza y el camarero se acerca a hablar conmigo. Hablamos del tiempo en España, de comida y de la Eurocopa. Enrique vuelve. Dice que la casa de Pedro Juan era muy luminosa y que la chica que lo ha atendido era muy amable. Que le ha invitado a un café pero que ha tenido que decirle que no porque yo estaba abajo. Y que se oían niños dentro. Me dan ganas de llorar otra vez. Pillamos un cocotaxi y volvemos al hotel. Enrique se duerme y yo no puedo. Hay músicos en el patio del hotel. Tocan el Chan chan de Compay (de Alto Cedro voy para Marcané, luego a Cueto voy para Mayarí...). A llorar otra vez. Los grabo desde el tercer piso. Para cuando Enrique se despierta he logrado recomponerme de la llorera tontuna que llevo horas arrastrando, y de esa espiral chunga de autocastigo y autocompasión, por el susto que me da el señor de Angalia. Llama por teléfono a la habitación del hotel y nos dice que el avión en el que tenemos que volver se ha roto y no va a salir hasta, por lo menos, el miércoles de la semana siguiente. Me tiene en suspenso un rato, por ese ritmo cubano tan proclive a las pausas, hasta que me dice que nos ha reubicado en un vuelo de Iberia que sale también el domingo por la tarde. Al día siguiente quedamos con él para que nos de nuestros billetes nuevos. Enrique se despierta, nos cambiamos de ropa y nos vamos a cenar. Vamos a la cervecería de la Plaza Vieja. La cerveza es casera y la puedes pedir en metros (un metro, dos litros). Tiene una barbacoa. Nos atienden fatal y la comida no está muy ahí, salvo unas brochetas de cerdo ahumado que están cojonudas. Frías pero buenísimas. Nos bebemos nuestro metro de cerveza. Vemos muchas parejas que chirrían (señores mayores decrépitos con mulatas espectaculares y alguna menos también invirtiendo los sexos). Un camarero me acompaña hasta el baño diciéndome cochinadas y otro distinto hace lo mismo durante el camino inverso. Debe de ser porque es viernes. Volvemos paseando despacito, otra vez por la calle Obispo que está hasta arriba de gente, llena de chicos y chicas tuneados para salir. Nosotros nos vamos a dormir. Algo nos debemos de estar perdiendo.


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