Hace algunos años solíamos soñar con un diáfano viento originado en Asia que barriera de nuestras ciudades esas Cosas que se han erigido en nuestros dioses -las chucherías, los jarrones, las tiras de papel impreso, los rieles de cortinas o los artículos fabricados en serie-, esa remilgada posesión de cachivaches, responsable de las diferencias entre ricos y pobres, que constituye la única recompensa otorgada por nuestra civiliación y la razón final por la que luchamos hasta consumir el cuerpo y la mente. Así pues, ese bípedo erecto y desnudo que en su origen era el hombre, ha pasado a convertirse en una especie de cangrejo ermitaño incapaz de sobrevivir sin su caparazón, consistente en una densa amalgama de esmóquines, limusinas, coladores, cupones canjeables, batidores de huevos y máquinas de coser; en suma, cuanto más densa es esa coraza, menos autosuficiente es el individuo y más probabilidades tiene, en cambio, de alzanzar la consideración de hombre rico y poderoso.
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Pero el sol de nuestra generación ha estallado en mil pedazos y su quebrada luz llamea en bandas de inquietantes colores. Sube al tren, en Florida están vendiendo la felicidad en parcelas de un acre. Así pues, debemos continuar viajando a través de los continentes, ensordecidos siempre por el estruendo de las ruedas y por el rugido del motor de los aviones, para revolcarnos en todos los mares con el olor del aceite recalentado en la nariz y el latido de las máquinas en la sangre. Y de toda esa Babel de ciudades apiladas unas sobre otras y de continentes sobre continentes, de ese mundo exprimido hasta la última gota o estirado a nuestro antojo, elástico como una pelota de goma nueva, ¿qué sacaremos en limpio? Paz, desde luego, no. Ésa es la razón por lo que en esta época de gigantescas máquinas y hombres de mente escurridiza es imprescindible contar con un poco de música. Necesitamos que los hijos de Homero hagan resonar el tumultuoso aullido del mundo a un ritmo más humano, ayudándonos así a superar el miedo.
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