Me fui de casa hace poco. Desde entonces, hablo con mi madre como mínimo dos veces al día. Hablamos casi siempre de comida, de la que hemos preparado o de la que vamos a preparar. Y sé que a mi madre le hace feliz alimentarme así, desde esta distancia nueva. A mí me encanta cocinar. Me relaja como esas cosas y esos seres verdaderamente afines a mí. Mi madre es una cocinera maravillosa. Sus cocidos, su arroz, su fritada, su pollo relleno, su menestra, sus asados..., son una auténtica locura. Yo tuve que aprender a cocinar hace un par de años, cuando a ella le atropelló un coche y le rompió la mano y el pie. Justo había acabado mi postgrado y tenía la posibilidad de hacer prácticas. Al final, no fui al Cervantes de Estambul pero aprendí a cocinar. En descargo de culpa de su atropello confesaré mi cobardía. Como otras veces la circunstancia decidió por mí y yo aproveche ese desastre para aprender. En este caso, a cocinar. Como con todas las cosas que me gustan, me propuse aprender más. Ni de lejos he igualado a mi maestra, pero sí que he investigado otras cocinas del mundo y, por ejemplo, el planeta de las especias y de los pescados crudos no tiene misterios para mí. Además de lo que ella me enseñó, preparo otras cosas más propias de otras latitudes y de husos horarios distintos que estoy segura de que, de atreverse a probarlas, le gustarían. También estoy segura de que no le gustaría mi estilo de cocinera, cerveza y cigarro en mano, como si estuviera de fiesta. Hablamos de comida y eso nos hace bien. Me pregunta que qué estoy preparando o que qué preparé y yo le pido que me recuerde cómo se hacían las migas o que me diga cuánto tiempo tengo que tener cociendo el calamar con su tinta. A veces le pregunto cosas que ya sé y ella a veces me pregunta cosas que ya le he dicho. Pero eso es lo de menos, lo importante es el ritual: ese esconder consejos para vivir entre truquillos culinarios; ese aceptarlos aplicándolos a lo que he de comer (todo despacito, poquito pero bueno, cuida el ingrediente fundamental, ten cuidado y paciencia, si a la primera no te sale inténtalo otra vez, ponle amor a lo que hagas y siempre sabrá bien...)
5 comentarios:
Sé muy bien a qué te refieres; yo que también abandoné el nido (hace ya 10 años) sigo manteniendo esas conversaciones culinarias con mi madre, quizá sea una excusa para tener algo de qué hablar en muchas ocasiones, es una especie de vínculo secreto entre madre e hijo; y es algo tan sencillo como descolgar el teléfono y preguntar "¿qué tal estás?, por cierto, ¿cómo se hacía esa salsa que le echabas al pollo asado...?".
Siempre hay algo de qué hablar con una madre.
Hostia.
Lo mismo digo.
Además, que lo sepa todo el mundo, Carmen cocina muy pero que muy bien. Nada que envidiar a su maestra, sólo hay que darle tiempo al tiempo.
Para chuparse los dedos.
Si Si, yo he probado su Musaka (no es ninguna guarrada, mal pensados, es un plato griego) y os aseguro que es una delicia, bueno y el pisto.... Es una artista en todos los sentidos. Aupa Carmencilla!!!
gracias chicos, me hacéis sonrojar...
besos!!!
hablar de cocina es hablar de lo que somos y sus instantes (ingredientes), es hablar de compras, es hablar de comercio, es hablar de fuego, de ensuciarse y aromas.
La cocina es lo que más nos une con el pasado. Nos criamos en la cocina para poder acudir al salón a hablar de cosas de mayores. Nos criamos entre los mordiscos de los dientes de ajo y las dentelladas a los macarrones para comprobar su punto. El fuego sucio de una tortilla de patatas y el timbrazo del taller del microondas.
Una cosa es que te inviten a comer, que mola. Y otra más íntima, donde conoces a alguien cerca de sus heridas y aromas, es que te inviten a cocinar.
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