19-6-08, jueves
La habitación huele mal, como a ácido, y no podemos ventilarla. Hay mogollón de hormigas trepando por las paredes y un frigorífico enorme en medio. Los dos tenemos los móviles descargados (no los podremos cargar en cuatro días). Desayunamos tortilla de queso, pan, mantequilla y café. Se acabaron los bizcochuelos. El azucarero también está lleno de hormigas. Pero estamos a gusto. Salimos a la calle tranquilos, no hay prisa, con una sensación parecida a la de pasar el verano en el pueblo, ser pequeño y tener todo el tiempo del mundo por delante. De hecho, parece que aquí el tiempo cunde más. Entramos a las dos librerías de la avenida principal. Vemos al bicitaxista borracho de la noche anterior. No se acuerda de nosotros pero cuando le decimos "¡somos locos!" se ilumina y nos vacila un poco. Buscamos la casa de Nicolás Guillén. No hay casi nada del poeta (todo está en La Habana) y ahora acoge varias clases de la Facultad de Bellas Artes de la provincia. La gente es muy amable. Paseamos mucho. La ciudad nos gusta. Se supone que es el casco histórico más grande y mejor conservado del país y el que tiene un trazado hispanoárabe mas evidente. Tiene 300.000 habitantes pero nadie diría que tiene más de 5.000. Cogemos otro bicitaxi y nos lleva a ver la Plaza de la Revolución, los dos únicos rascacielos de la ciudad (el 24 y el 36), el zoológico, el agropecuario que está al lado del río, el Palacio de los Matrimonios... Nos gusta Camagüey. Nos deja y vamos al bar El Cambio. Está genial. Allí echamos unas cervezas. Inivtamos a un chaval que se acerca a hablar con nosotros. Un negrazo enorme y cuadradísimo que nos cuenta que Laura Pausini es la niña de sus ojos. Comemos en el paladar El Califa. Hay mil moscas pero la comida está buena. Y el café. Vamos al Museo Casa Natal de Ignacio Agramonte que tiene unos frescos preciosos. El calor es terrible así que vamos a siestear un poco. Nos levantamos, paseamos, encontramos plazas nuevas de muchos colorines y volvemos a El Cambio. Estamos charlando con un señor mayor que se llama Miguel y que nos dice que "ustedes son jóvenes y europeos y se creen que lo saben todo" (no se imagina ese hombre qué sensación tan distinta tenemos nosotros en realidad) cuando los cubanos que hay en el bar se levantan de repente y empiezan a cerrar puertas y ventanas. A lo lejos se ve un nubarrón a ras de suelo. No entendemos nada (¿vendrán los zombis detrás del nubarrón?). Nos explican que están fumigando toda la ciudad para evitar epidemias de dengue. Enrique y yo aquí estamos medio asobinados todo el día. Nos imaginamos en la calle sin movernos mientras pasa la fumigadora y luego saliendo de la nube calvos y con la ropa desintegrada. Miguel nos recomienda un restaurante, El Colonial. Vamos. Picadillo habanero, ropavieja a la camagüeyana, pan con mantequilla, moros y cristianos, ensalada y cuatro cervezas por 16 cucs (unos 12 euros). Todo riquísimo. Paseamos tranquilos un rato. Vamos a la Casa de la Trova. Empiezan a tocar tres señores mayores y yo no me echo a llorar de milagro. Joder con el país de la alegría. Salimos. En una plaza una charanga está ensayando y preparando el San Juan Camagüeyano. Debe de ser una fiesta brutal. Miramos un rato el jaleo que se prepara y cogemos un bicitaxi para ir al hotel. Gozamos mucho en Camagüey.
La habitación huele mal, como a ácido, y no podemos ventilarla. Hay mogollón de hormigas trepando por las paredes y un frigorífico enorme en medio. Los dos tenemos los móviles descargados (no los podremos cargar en cuatro días). Desayunamos tortilla de queso, pan, mantequilla y café. Se acabaron los bizcochuelos. El azucarero también está lleno de hormigas. Pero estamos a gusto. Salimos a la calle tranquilos, no hay prisa, con una sensación parecida a la de pasar el verano en el pueblo, ser pequeño y tener todo el tiempo del mundo por delante. De hecho, parece que aquí el tiempo cunde más. Entramos a las dos librerías de la avenida principal. Vemos al bicitaxista borracho de la noche anterior. No se acuerda de nosotros pero cuando le decimos "¡somos locos!" se ilumina y nos vacila un poco. Buscamos la casa de Nicolás Guillén. No hay casi nada del poeta (todo está en La Habana) y ahora acoge varias clases de la Facultad de Bellas Artes de la provincia. La gente es muy amable. Paseamos mucho. La ciudad nos gusta. Se supone que es el casco histórico más grande y mejor conservado del país y el que tiene un trazado hispanoárabe mas evidente. Tiene 300.000 habitantes pero nadie diría que tiene más de 5.000. Cogemos otro bicitaxi y nos lleva a ver la Plaza de la Revolución, los dos únicos rascacielos de la ciudad (el 24 y el 36), el zoológico, el agropecuario que está al lado del río, el Palacio de los Matrimonios... Nos gusta Camagüey. Nos deja y vamos al bar El Cambio. Está genial. Allí echamos unas cervezas. Inivtamos a un chaval que se acerca a hablar con nosotros. Un negrazo enorme y cuadradísimo que nos cuenta que Laura Pausini es la niña de sus ojos. Comemos en el paladar El Califa. Hay mil moscas pero la comida está buena. Y el café. Vamos al Museo Casa Natal de Ignacio Agramonte que tiene unos frescos preciosos. El calor es terrible así que vamos a siestear un poco. Nos levantamos, paseamos, encontramos plazas nuevas de muchos colorines y volvemos a El Cambio. Estamos charlando con un señor mayor que se llama Miguel y que nos dice que "ustedes son jóvenes y europeos y se creen que lo saben todo" (no se imagina ese hombre qué sensación tan distinta tenemos nosotros en realidad) cuando los cubanos que hay en el bar se levantan de repente y empiezan a cerrar puertas y ventanas. A lo lejos se ve un nubarrón a ras de suelo. No entendemos nada (¿vendrán los zombis detrás del nubarrón?). Nos explican que están fumigando toda la ciudad para evitar epidemias de dengue. Enrique y yo aquí estamos medio asobinados todo el día. Nos imaginamos en la calle sin movernos mientras pasa la fumigadora y luego saliendo de la nube calvos y con la ropa desintegrada. Miguel nos recomienda un restaurante, El Colonial. Vamos. Picadillo habanero, ropavieja a la camagüeyana, pan con mantequilla, moros y cristianos, ensalada y cuatro cervezas por 16 cucs (unos 12 euros). Todo riquísimo. Paseamos tranquilos un rato. Vamos a la Casa de la Trova. Empiezan a tocar tres señores mayores y yo no me echo a llorar de milagro. Joder con el país de la alegría. Salimos. En una plaza una charanga está ensayando y preparando el San Juan Camagüeyano. Debe de ser una fiesta brutal. Miramos un rato el jaleo que se prepara y cogemos un bicitaxi para ir al hotel. Gozamos mucho en Camagüey.
20-6-08, viernes
Nos levantamos, repetimos desayuno y salimos a comprar agua y algún comistrajo para el camino. Salimos hacia Trinidad. Todo el rato llevamos el coche lleno de gente. Dos circunstancias se repiten en muchos de nuestros pasajeros: tienen familiares en las Canarias y su queja fundamental es no poder salir del país y ver mundo. Varios nos hacen una afirmación curiosa: "sabemos que España es más bonita que Estados Unidos". Nos preguntan por la temperatura que suele hacer aquí y alucinan cuando les explicamos que en invierno bajamos de cero y en verano pasamos muchas veces de 35. "¡Qué de ropa tenéis que tener!". Pues sí. Demasiada. Adentrándonos ya en la Sierra de Escambray y en el Valle de los Ingenios, llevamos a un padre y a una abuela con un bebé muy pequeñito que no se despierta a pesar de los súper baches del camino. Cuando llegamos a su pueblo la abuela nos regala un mango enorme y madurito. Cogemos a otros tres pasajeros. Uno es un chaval que nos llevará hasta la misma puerta de la casa en la que nos hospedamos. Los otros dos son dos señores mayores muy educados. Justo cuando se van a bajar nos preguntan que qué pensamos de los Testigos de Jehová. Les decimos que nada en especial. Nos dicen que ellos lo son. Al poco, tras una loma, aparece el mar. Llegamos a destino, paramos lo necesario, y echamos a andar. Hace un calor horrible. Buscamos la Plaza Mayor. Nos medio perdemos. Una señora nos echa una maldición por no darle dinero. Medio deshidratados entramos a un restaurante. Comemos, bebemos y agradecemos las dos horar de rigor que pasa entre que te atienden, te sacan la comida y te cobran. Andamos. Por el centro sólo se puede andar. No hay coches ni bicitaxis. Curioseamos por las ventanas de las casas coloniales: techos altísimos de madera, la tele puesta, una mecedora, gatos en casa y perros en la calle, ventiladores, pocos muebles, suelos antiguos de barro... Todo está en calma y el aire arde. Trinidad da un poco de sueño. Volvemos a casa con Fernando y Mayabe. Vamos a dejarle el coche a un tal "Blanquito" para que nos lo cuide estos dos días. Dejamos a Mayabe ropa para que nos la lave. Encargamos la cena del día siguiente: yuca y pescado. Dormimos un poco. Al atardecer salimos otra vez. Damos bolis a una chica que nos dice que es profesora, se corre la voz y al minuto vienen todos los profesores de Trinidad a pedirnos bolígrafos. Le damos también a un chico que nos dice que da clases de matemáticas y él nos echa un par de fotos. La ciudad es verdaderamente bonita. Cenamos en un restaurante y nos atienden fatal, pero hay un músico muy bueno. Vamos a la escalinata de la Casa de la Música. Hay espectáculo todas las noches. Fiestón. Cubanos y yumas "mezclados"; los primeros, con sus latas de cerveza en las escaleras; los segundos, con sus mini vasos de mojito en las mesas. A mí me gusta la música pero Enrique se agobia un poco porque todo le parece mentira. Nos vamos muy prontito a dormir.
Nos levantamos, repetimos desayuno y salimos a comprar agua y algún comistrajo para el camino. Salimos hacia Trinidad. Todo el rato llevamos el coche lleno de gente. Dos circunstancias se repiten en muchos de nuestros pasajeros: tienen familiares en las Canarias y su queja fundamental es no poder salir del país y ver mundo. Varios nos hacen una afirmación curiosa: "sabemos que España es más bonita que Estados Unidos". Nos preguntan por la temperatura que suele hacer aquí y alucinan cuando les explicamos que en invierno bajamos de cero y en verano pasamos muchas veces de 35. "¡Qué de ropa tenéis que tener!". Pues sí. Demasiada. Adentrándonos ya en la Sierra de Escambray y en el Valle de los Ingenios, llevamos a un padre y a una abuela con un bebé muy pequeñito que no se despierta a pesar de los súper baches del camino. Cuando llegamos a su pueblo la abuela nos regala un mango enorme y madurito. Cogemos a otros tres pasajeros. Uno es un chaval que nos llevará hasta la misma puerta de la casa en la que nos hospedamos. Los otros dos son dos señores mayores muy educados. Justo cuando se van a bajar nos preguntan que qué pensamos de los Testigos de Jehová. Les decimos que nada en especial. Nos dicen que ellos lo son. Al poco, tras una loma, aparece el mar. Llegamos a destino, paramos lo necesario, y echamos a andar. Hace un calor horrible. Buscamos la Plaza Mayor. Nos medio perdemos. Una señora nos echa una maldición por no darle dinero. Medio deshidratados entramos a un restaurante. Comemos, bebemos y agradecemos las dos horar de rigor que pasa entre que te atienden, te sacan la comida y te cobran. Andamos. Por el centro sólo se puede andar. No hay coches ni bicitaxis. Curioseamos por las ventanas de las casas coloniales: techos altísimos de madera, la tele puesta, una mecedora, gatos en casa y perros en la calle, ventiladores, pocos muebles, suelos antiguos de barro... Todo está en calma y el aire arde. Trinidad da un poco de sueño. Volvemos a casa con Fernando y Mayabe. Vamos a dejarle el coche a un tal "Blanquito" para que nos lo cuide estos dos días. Dejamos a Mayabe ropa para que nos la lave. Encargamos la cena del día siguiente: yuca y pescado. Dormimos un poco. Al atardecer salimos otra vez. Damos bolis a una chica que nos dice que es profesora, se corre la voz y al minuto vienen todos los profesores de Trinidad a pedirnos bolígrafos. Le damos también a un chico que nos dice que da clases de matemáticas y él nos echa un par de fotos. La ciudad es verdaderamente bonita. Cenamos en un restaurante y nos atienden fatal, pero hay un músico muy bueno. Vamos a la escalinata de la Casa de la Música. Hay espectáculo todas las noches. Fiestón. Cubanos y yumas "mezclados"; los primeros, con sus latas de cerveza en las escaleras; los segundos, con sus mini vasos de mojito en las mesas. A mí me gusta la música pero Enrique se agobia un poco porque todo le parece mentira. Nos vamos muy prontito a dormir.
No hay comentarios:
Publicar un comentario