lunes, 19 de mayo de 2008

berlín, noviembre, 2007




Parece que nuestro ánimo se compinchase con los lugares que elegimos de vacaciones. A las 16 horas anochece en Berlín este noviembre, el frío rasga nuestra piel meridional y dibuja trazos rojizos en nuestras manos que, insensibles, se hieren con todas las aristas que encuentran en su camino. Quedan aún edificios heridos, como nuestras manos, con las fachadas en piedra viva. Los solares del centro cuentan una historia de vergüenzas, muros y espacios despejados para tirotear al que osase cuestionarse si su sitio era el que le asignaron los amos del mundo. Tiros a todos aquellos que intentaran tratar de superar el accidente del espacio o el tiempo concreto que se empeñaba en condicionar sus vidas. Por todo ello (la falta de luz, el frío, las heridas, los espacios vacíos) te digo que parece que nuestros lugares de vacaciones se compinchan con nuestro ánimo. El café es muy caro, la cerveza muy barata. A nuestra realidad hipotecada a 35 años le cuadra más emborracharse que permanecer despierta.
Pero aunque sea un tópico, la vida brota inevitablemente aquí. Bicis, niños (cientos de niños), gente muy joven, miles de grafitis. Todo está pintado. Todo lo susceptible de ser feo se tapa, pero no se destruye. Ahí queda, recordando que lo bonito y lo feo pueden y deben valorarse de igual manera. Cuando el tren nos lleva al aeropuerto vemos los barrios de chabolas que se apiñan en los solares que han quedado a ambos lados de la vía. Todas las construcciones de chapa están pintadas igualmente. Color en los poblados. Los solares vacíos nos sorprenden. Nos alucinan más bien. Son extraños, sin duda, teniendo en cuenta el horror vacui que rige a nuestros urbanistas. Tiergarten también. Enorme y castigado (o bendecido, según se mire) por el otoño. En Sachsenhausen (el campo de concentración y por extensión en Oranienburg, el pueblo que lo soporta) sin embargo, ya era invierno. Allí debe de ser invierno siempre. Me resulta imposible considerar siquiera la idea de que algo florezca allí.
Que cambiamos de latitud es evidente (la luz lo confiesa). En el norte la luz es un lujo que no se desperdicia. Los cafés, las calles, los edificios, moderan su iluminación hasta hacernos sentir permanentemente arropados por el fuego de una chimenea. Entendemos que el exceso de luz enfría. La luz anaranjada y suave de las calles de Berlín nos abriga y nos protege. Y me invita a teorizar tontamente y a decirte bajo la niebla, caminando sin prisa a pesar del frío, que es posible que nuestras ciudades favoritas de entre las que vamos visitando simbolicen lo que hace que esta historia que tenemos entre manos funcione (la tuya, esa Viena ordenada y tibia como yo; la mía, esa Nápoles caótica y luminosa como tú).
Pero a pesar de todo, en esta ciudad que no esconde sus heridas, el recuerdo del dolor es una constante. El dolor aún está ahí. Como en nosotros. Por eso te digo que parece que las ciudades que elegimos de vacaciones se compinchan con nuestro ánimo. Ese supuesto vanguardismo, esa aparente creatividad desatada es en realidad una coraza. Seguramente real, incluso productiva, pero una coraza. Por debajo intuimos una melancolía terrible. Una ingenuidad tosca como la de la arquitectura socialista de la Karl Marx Allee (ésa que tuve que buscar en el google porque las pintas de cerveza a un euro consiguieron que no recordara nada de lo que vi aquel día a partir de las seis de la tarde). Puede que porque quizá esa ciudad no eligió su destino. Ni nosotros (¿o sí?). Y porque las ciudades de provincias son infinitamente más crueles que las grandes capitales del planeta, porque nadie tiene dónde esconderse.
Por eso todo es agridulce. Y son terribles las hordas de turistas fotografiándose risueños (como yo misma) en la East Side Gallery y en el Checkpoint Charlie y en la Puerta de Brandenburgo y en el Altar de Pérgamo y en la Puerta de Isthar y en el Museo Judío, y en la KaiserWillhelm-Gedächtniskirche, y en el Reichstag y en Alexander Platz y en el Memorial del Holocausto... porque una historia oscura, a veces no muy evidente, se esconde tras todas esas piedras. Y precisamente por esa oscuridad, por esa imperfección, esta ciudad nos resulta más humana que otras, más cercana. Más parecida a nosotros mismos y a nuestro ánimo de este noviembre.


1 comentario:

Anónimo dijo...

Carmen, ya verás como en tu próximo viaje las cosas son completamente diferentes. De la pinta, al mojito y del frío al calor húmedo (a veces agobiante). Tenemos que ir organizando nuestro próximo viaje.