sábado, 27 de noviembre de 2010

a roma!*



Me llevo unos días a mis padres a que conozcan Roma. Es la primera vez que salen del país y no imagino mejor lugar para desvirgarse en esos asuntos (por bello, por cercano, por cálido; esto último en todos los sentidos, ahora que aquí estamos a -3º y allí están a 12º). Lo pasaremos bien. Rescato aquí un textito que escribí la segunda vez que estuve allí. Reencuentro ocho años después en el Foro Romano (13-02-2006) Sólo quien tiene expectativas es decepcionado. Nosotros tuvimos-tenemos-tendremos (sólo el hombre tropieza dos veces en la misma piedra). Es normal, en cualquier caso. ¿Cómo no tenerlas, si a los diecisiete años ya habíamos sentido el vértigo de la Historia al poner nuestros pies en el Foro Romano? A los diecisiete uno se cree que podrá ser imperecedero como esas piedras. Misteriosamente, inconscientemente, uno tiene entonces confianza plena en el futuro. Posiblemente porque desconoce cómo se construyó su pasado y su posibilidad de estar vivo. Desconoce que es fruto de millones de fracasos, decepciones y alguna que otra victoria pírrica, inesperada y casi milagrosa (su propio nacimiento quizás). Desconoce también que, sólo unos años después, ese vértigo cálido, esa velocidad de su sangre, le desconcertará y le dará pánico. Un pánico tremendo. El pánico de asumir que a cada segundo muere, que el tiempo avanza a una velocidad superior a la soportable y, lo que es peor: que bajo ningún concepto se detendrá. Que cada inundación de sangre nueva que sacude sus venas es sólo un paso más hacia la nada. Por fortuna, ese vértigo desaparece un día. El veinteañero toma conciencia del tiempo, asume su condición de ser abocado a la tierra y determina que ha de hacer algo de provecho con su vida. El vértigo entonces sólo vuelve a veces, como la nieve en nuestras latitudes. Golpea las sienes cuando uno se desvía de su camino. Es incomprensible que uno se salga de la ruta que tiene perfectamente trazada en su imaginario. Pero es algo que, salvo contadas excepciones, sucede constantemente. Y casi siempre es para mal. Uno no alcanza a comprender cómo ha llegado al lugar en el que se encuentra. Cómo, cuándo y por qué se ha perdido. Y ese vértigo, igual que cuando uno se vuelve en el monte al anochecer y comprueba que el barro está húmedo y que sus huellas se han borrado, es tan fuerte que produce náuseas, contrayendo nuestras alegres vísceras nunca antes atenazadas por ningún hambre que no haya sido voluntaria. Desde el Palatino trato de adivinar los planos de las casas. Es febrero del año 2006. Recuerdo, mientras el sol fríe literalmente mis ojos de miope, cuando en los 80 proyectaba lo que sería mi vida en el 2000. Me imaginaba pelirroja y con los dientes grandes, pecosa (por alguna extraña razón soñaba con un rostro así muchas noches. Es posible que fuera el de mi madre). No recuerdo qué quería ser, pero sí que para los diecinueve años sería algo. Algo importante, además. Nada más lejos de la realidad ya con veinticinco. Poco queda de los planos de las casas, así que me los invento. La belleza del lugar, revisitado, me estremece. No hay vértigo ahora. Lo hubo en el 98, cuando lo visité por primera vez. Ahora, supervivente de aquel vértigo primero, me identifico más con los perros que se desperezan al sol del invierno que con los posibles protagonistas de la Historia: sólo quiero atrapar momentos, permanecer al margen y dejar que la belleza acaricie dulcemente mi decepción y mi cansancio (y también, por qué no, mi esperanza). Me lamo las heridas a la luz de las machacadas piedras.
*con algunas de las Vedutas de Piranesi como postales previas

1 comentario:

Óscar Garrido García dijo...

Ya nos relatarás como sólo tú sabes vuestro viaje a Roma.

¡Disfrutad a tope!